Por José E. Diaz.

En Estación Juárez Celman, la tumba de un angelito milagroso atrae a creyentes de todo el país. Aseguran que allí pasan cosas extrañas por las noches. El relato del cuidador y la creciente fama de un lugar enclavado en el medio de la nada.

La historia se esparce de boca en boca y gira alrededor de la tumba donde descansa un bebé que nació muerto y al que se lo venera como a un santo milagroso en un cementerio enclavado en una llanura, casi en el medio de la nada, pero donde pasa de todo, a pocos kilómetros de Córdoba Capital, en Estación Juárez Celman, una de las ciudades que más creció en los últimos años.

Los devotos llegan allí desde diversos puntos del país. Vienen cargados de juguetes que dejan en canastos junto a una oración o una carta en la que suplican ayuda al angelito allí enterrado. Los relatos de milagros cumplidos se entrecruzan con las versiones de los que aseguran que allí, por las noches, pasan cosas extrañas. El cuidador del cementerio también las percibe de día, pero no le quitan la tranquilidad ni el sueño, las vive como parte de su trabajo.

Los cultores de la extraña devoción aseguran que en las madrugadas el niño se despierta y juega con sus juguetes, desparramándolos por todas las tumbas del cementerio, hasta que se agota y vuelve a dormir. “A veces, si le gustan las ofrendas y la persona que las hizo, intercede para que se obre el milagro que le pidieron”, afirman.

Vecinos de Estación Juárez Celman agregan que, a veces, pasada la medianoche, se escucha un llanto fuerte que se repite en el silencio de la llanura. Hay quienes sostienen que es la queja del niño cuando descubre que le han robado un juguete. Los lugareños advierten a los viistantes que no es buena idea llevarse una de esas ofrendas. No obstante, muchas familias llevan a sus hijos al cementerio y no tienen problemas en dejarlos entretenerse con esos juguetes.

Hay autitos de todo tipo, muñecos, soldaditos, pelotas… Casi una juguetería entera, la tentación de cualquir chico.

Un escenario de película

La calle rural que lleva al cementerio de Estación Juárez Celman es una línea recta y desolada que, después de pasar por un bosque de eucaliptos, muestra a los costados del camino un paisaje seco y atractivo. Una llanura ocre y sin sembrar que se extiende hasta el horizonte como un desierto, apenas interrumpido por las tapias que enmarcan la necrópolis y las puntas de los pinos de la entrada, donde un portón negro da la bienvenida  a los visitantes y devotos que llegan con juguetes de plástico y angelitos de porcelana para ofrendar. Con ellos viene también la esperanza de que se les conceda un milagro.

Luciano Giménez es el cuidador del cementerio, una tarea que realiza con respeto y dedicación desde hace ya 26 años. Por la mañana, después de abrir las dos alas del portón de hierro, suele dedicar un momento para acomodar los juguetes desparramados en las distintas tumbas del área de los niños. Después, arregla los canteros y poda la vegetación de un jardín sencillo pero prolijo y pintoresco. La calma del lugar se armoniza con el carácter tranquilo de Luciano, quien asegura no creer en historias de fantasmas, aunque las respeta. “Soy realista, no he escuchado ni visto nada”, afirma.

La tumba del niño está pintada de blanco, rodeada de juguetes que desbordan los cuatros canastos colocados para tal fin. Completan la inusual ornamentación unos zócalos con flores amarillas y una capillita donde se ve una carta y la foto del bebé desteñida por el agua de las lluvias. Todo invita a imaginar el cuadro en una noche de tormenta.

Luciano confiesa que le despierta admiración y curiosidad la devoción de las personas que viajan desde tan lejos para acercarle un regalo al niño:

“A veces le pregunto a la gente que trae juguetes porqué lo hace. Una mujer me contó que su hijo nació con la piel llena de escamas y que los médicos no lo podían curar. No tenía esperanzas. Entonces se le ocurrió venir a pedirle al niño un milagro. La veía seguido por esos días, le trajo juguetes varias veces. Un tiempo después me contó que su hijo había sanado”, relata el cuidador.

Luciano hace una pausa y mira a unas personas que entran al cementerio, las reconoce de inmediato y las saluda. Después agrega: “Solía venir un deportista que se lastimó la rodilla. Estaba muy mal, parecía que no iba a poder jugar nunca más. Y en eso se decidió hacer la promesa de que si el niño lo curaba y podía volver a jugar, él se iba a encargar de hacer unas jaulas de metal para que todos estos juguetes no se perdieran. Y acá están, a esos canastos los trajo él”.

“Antes, los juguetes vivían desparramados por todo el cementerio. Por eso la gente decía que el niño jugaba, pero en un día como hoy, con este viento, todo es posible. No sé, también dicen que de noche se escucha el llanto del niño y que juega con los juguetes pero yo no sé. No me quedo de noche”, relata Luciano.

Extraños rituales y juguetes devueltos

Luciano habla con serenidad y sin juzgar lo que ha escuchado. Para él las historias de fantasmas vienen de afuera del cementerio, pero se cuida de excederse en mostrar su opinión. Su prudencia y humor realista parecen condiciones necesarias para llegar a 26 años en el puesto de cuidador de un cementerio.

“Hay distintas religiones que hacen sus rituales acá, a veces incluso sin tener parientes enterrados. Hay un grupo que prepara una comida, abre alguna bebida para brindar y lo dejan todo servido. Dicen que eligen este cementerio porque encuentran una corriente de energía espiritual muy fuerte”, señala.

En sus años en el cementerio, Luciano asegura que no tuvo experiencias como las que cuentan, sin embargo habla de algo que él mismo llama como “sensaciones”.

“Lo que yo he sentido son sensaciones. Algunas que no puedo explicar. Una vez estaba arrodillado pintando una tumba y sentí que, detrás mio, pasó alguien caminando. Me dí vuelta y nada. Esas cosas son normales acá. A veces estoy arreglando unas flores en los nichos y escucho que mueven la escalera, pienso que entró alguien al cementerio pero cuando voy a ver, la escalera sigue en el mismo lugar y no hay nadie. Esas cosas no me dan miedo”, asegura.

Mientras Luciano se retira a hacer sus tareas, ingresa un hombre y se persigna frente a la tumba. Tras un silencio, se anima a contar que, después de visitar el cementerio con su novia, se llevó de uno de los canastos dos camioncitos para su sobrino. “Al principio no pasó nada, pero a los pocos días tuve que devolver los juguetes porque no podía dormir tranquilo, me despertaba en medio de la noche porque escuchaba un llanto y sentía que estaba en el cementerio”, relata.

“Cuando devolví los juguetes, retomé la paz. Parece una tontera, pero desde entonces no escuché más el llanto”, agrega.

El cementerio de Estación Juárez cierra todos los días a las seis de la tarde. Luego de esa hora, lo que allí sucede vive y crece en historias que llegan cada vez más lejos, como los visitantes que llaman la atención de Luciano.